Las lágrimas calman, acarician, arropan, consuelan. Limpian el pasado, alivian, serenan. Eliminan culpas, excusas, disminuyen la rabia. Apaciguan la ira, el resentimiento. Empatizan, crean vínculos, regalan coyunturas.
Lágrimas que marcan un punto de inflexión, un punto y a parte, el inicio de algo nuevo. Que empujan, que llenan vacíos, que ayudan a avanzar. Que marcan nuevos rumbos, que hacen equipo, que contagian optimismo. Que invitan a seguir intentándolo, que regalan esperanza, que buscan respuestas, que sueltan tensiones. Que te recuerdan quien eres, que te invitan a volverte a mirar con cariño ante el espejo.
Lágrimas que desafinan, amargas, que desgarran por dentro, que queman las entrañas. Que reprimen la furia, que roban el aire, que desmontan. Que maldicen la suerte, repletas de injusticia, que destrozan tu esencia.
Otras descubren personas, regalan momentos, eligen nuevos aliados, unen para siempre. Contagian pasiones, describen sueños, tienden puentes, te achuchan bien fuerte. Esas que dibujan nuevos retos, motivos para volver a empezar.
Lágrimas que despiden, que recuerdan lo mucho que hemos querido, que nos acercan a los que ya no están. Que nos recuerdan lo imprescindible que es exprimir nuestros días, que nos enseñan a querer para la eternidad.