En 1963, un sacerdote gallego consiguió fundar una nación independiente en torno a una carpa de circo; un colosal proyecto socioeducativo, sin precedentes en la historia, llamado Benposta.
Hoy, 60 años después, uno de los hijos pródigos de aquella patria olvidada lucha por rescatar la utopía de los escombros.
Esta historia comienza en Marruecos, en una playa de Tánger, a finales de los años 80. Hay un grupo de niños realizando acrobacias sobre la arena y un hombre observándolos desde el paseo.
El líder del grupo se llama Mustafá Danguir y apenas levanta un palmo del suelo. Tiene talento para los saltos, trece años, cuatro hermanos y un padre camarero. El hombre que los observa viene de lejos. Es sacerdote, pero no un sacerdote corriente. También es el gerente de un exitoso circo juvenil y el fundador -asegura- de una nación independiente.
– Yo sólo era un acróbata de la playa, como tantos niños de Tánger. No tenía ni idea de lo que era un circo hasta que apareció el padre Silva y nos dijo: «Quiero llevaros al Circo de los Muchachos». Yo le dije que mi padre no me iba a dejar, pero él dijo: «Enséñame dónde está tu padre, voy a hablar con él». «En este café, se llama Abdul- Salam». No sé muy bien cómo lo hizo pero lo convenció.
Hay más gratitud que nostalgia en las palabras de Mustafá Danguir (Tánger, 1975). La gratitud de un niño que utilizó el circo “como un puente” -reconoce hoy- para cruzar el estrecho y se las ingenió después para ganarse la vida caminando sobre el cielo. Una vida que comenzó a edificar a casi mil kilómetros de Hamat Baneder, el bullicioso barrio de su infancia, en aquella nación independiente que el padre Silva le había prometido, situada en la parroquia de Seixalbo, a las afueras de Ourense.
– Jamás había oído hablar de aquel lugar. El Padre Silva me había enseñado vídeos, pero me parecía una cosa rara, de otro planeta. Cuando llegué y vi aquello, a los niños colgando de los trapecios, me dije: «Este es el lugar donde quiero estar».
Al abandonar la carretera, hay una barrera de control desvencijada y una entrada, en forma de arco, que algún día debió estar pintada de colores vivos. Una cruz herrumbrosa y un puesto de vigilancia, más adelante, que ya no vigila nada. Hay ovejas y cabras y vacas pastando. Dos pavos, tres perros y un silencio absoluto. Hay una pequeña iglesia al lado de lo que parece ser una mezquita, la casa del cura, un bar y el Ayuntamiento, en cuyo balcón alguien ha puesto a secar la colada. Hay una mujer joven paseando con su hijo; un niño que nada sabe de las once leyes que un día rigieron la vida en estas calles, pero que nació aquí, en un lugar que primero fue sueño, después utopía y que hoy tiene el aspecto de un museo viviente al aire libre.
Aunque la mayoría de las estructuras permanecen en pie, cuesta creer que este lugar fuese antaño una ciudad independiente; más aún, una nación. El epicentro de un proyecto inconcebible llevado a cabo en plena dictadura franquista. Cuesta imaginar que un hombre consiguiese poner en marcha aquí, hace 60 años, una de las mayores entelequias socioeducativas del siglo XX: Una república dirigida por niños construida en torno a un poliedro de circo, con moneda propia, funcionamiento autárquico y elecciones libres. Una ensoñación llamada “Benposta, la Nación de los Muchachos”.
– En mi época vivíamos allí 200 personas. La ciudad tenía su sistema: Dinero propio – la corona- con el que tú comprabas tus cosas, y lugares para ir a la escuela y trabajar. Había una asamblea bien organizada en la que se discutían los problemas que se hacía por la mañana. Por la tarde se realizaban los trabajos sociales y los oficios. Después venían las horas de gimnasio y también había misa -recuerda Mustafá, mientras apura su vaso de té verde con hierbabuena.
La idea del padre Silva tenía una fuente de inspiración; el proyecto desarrollado por el sacerdote Edward Joseph Flanagan, a principios del siglo XX, en Nebraska (Estados Unidos), en una finca bautizada con el nombre de “Boys Town”. Una suerte de orfanato de redención católica centrado en la reinserción de jóvenes marginados. Pero a la hora de llevar a cabo su plan, el padre Silva fue dos pasos más allá.
Comenzó a trabajar con un puñado de adolescentes en 1.956, en la casa de su madre. Siete años después, adquirió un terreno de algo menos de 20 hectáreas situado a las afueras de Ourense. Lo llamó “Ben-posta” -escrito así, con un guion en el medio- para enfatizar su dimensión de nación ideal, “bien puesta”. Ese mismo año inauguró la escuela de circo. Su compañía, integrada exclusivamente por niños residentes -las mujeres no fueron admitidas en Benposta hasta el 72-, debutó en 1.966 con un espectáculo en Barcelona.
Después llegaron las giras internacionales del denominado “Revolution Circus”, los viajes al extranjero, la fama mundial. Todo ello mientras la Nación de Muchachos continuaba tomando forma con la construcción de una carpintería, talleres de metalurgia, cerámica y cuero, canal de televisión propio, hotel y gasolinera. El verbo del padre Silva, la quimera, se había hecho carne en Benposta.
– Los niños llegaban allí porque sus padres los mandaban. O los dejaban en la puerta y se iban. Venían de todas partes, pero una vez dentro, no había diferencias. El hijo de un ministro de Japón llegó a vivir en Benposta conmigo. Yo, que soy el hijo de un camarero de Tánger, dormía en la misma litera que el hijo de un ministro -rememora Danguir, que permaneció en Benposta hasta cumplir la mayoría de edad.
La estructura que domina el terreno es una carpa de circo gigantesca. Un poliedro. A su izquierda, un mural reza: “Somos los muchachos de la tierra”. Una oxidada pirámide de arlequines completa la estampa. Son las 11 de la mañana en Benposta y en la puerta de un galpón situado a un costado de la carpa, emerge de pronto la figura de un hombre, vestido con un mono azul marino y un jersey raído, roto a la altura del antebrazo.
Es Francisco Muradás, uno de los 32 habitantes que quedan en Benposta. Llegó aquí hace 49 años. Debe tener más de 60. «Soy un muchacho un poco grande», dice, a modo de presentación, con una mezcla de rubor y de orgullo en su gesto.
En 2004, los cimientos de la revolucionaria nación comenzaron a desmoronarse. Las deudas millonarias a la Seguridad Social motivaron el embargo de la propiedad de Benposta, que acabó siendo subastada. Las denuncias por maltrato y abuso infantil – investigadas sin resultado por el Vaticano cinco años más tarde-; y las acusaciones de malversación de fondos en la donación de parte de los terrenos de la ciudad-circo; acompañaron al sacerdote jesuita hasta su lecho de muerte, precipitado por un derrame cerebral el 2 de septiembre de 2011. Jesús César Silva dejó al marcharse un modelo utópico de sociedad juvenil autárquica replicado en más de una decena países, un testamento en blanco y al menos 50.000 muchachos huérfanos.
Francisco Muradás es uno de ellos. Un niño atrapado en la utopía. Un muchacho viejo. Vivió los años dorados de Benposta, aquellos en que la ciudad funcionaba como un oasis soleado en medio del ominoso páramo de una Dictadura que se presumía eterna. El tiempo en que el proyecto solidario del padre Silva había adquirido tintes de auténtica epopeya. La época en que ser muchacho significaba formar parte de algo que nunca antes había ocurrido. Tal vez por eso, y porque las utopías suelen envejecer más despacio, en cada palabra pronunciada hoy por Muradás se adivina cierta melancolía. Cuando cuenta que no llegó a ser alcalde de Benposta pero sí que ostentó en algún momento «algún cargo importante». Cuando se preocupa por la imagen que proyecta ahora la ciudad. O cuando trata de imaginar cómo puede ser la vida lejos del poliedro: «Yo no he vivido lo que significa marcharse porque yo nunca pensé en marcharme. Llegué, me gustó y aquí sigo. Vivir aquí, luchar por esta ciudad, tenerlo todo, compartirlo todo y después marcharte, debe ser difícil. Pero llega un momento en que creces y supongo que quieres algo más. Eso debe ser difícil», reflexiona Muradás, un hombre sobre el que hoy pesa -al igual que sobre el resto de habitantes de la ciudad circo desde la adquisición del terreno por parte de la empresa de autocares Alfer, en 2016- una orden inapelable de desahucio.
El niño en la cumbre
Tras abandonar Benposta, Mustafá Danguir se mudó a Estados Unidos. La muerte del padre Silva le sorprendió en San Francisco. Las luces de su legado -dice- no podrán ser nunca devoradas por las sombras: «El padre Silva era un genio, era el cura contra el mundo. Inventó el Circo de los Muchachos, que era algo como puede ser hoy el Circo del Sol, que es una copia del Circo de los Muchachos. Su idea era cambiar el mundo y llevar a todos los rincones la idea de la pirámide: los fuertes abajo, los débiles arriba y el niño en la cumbre. Yo creo que lo logró». En Estados Unidos, Mustafá logró hacerse un nombre en el mundo del circo de la mano de un nuevo apellido artístico: Danger. «Porque el peligro está ahí, porque donde la gente ve miedo, yo veo una oportunidad, y donde otros ven la muerte, yo veo vida», explica. Tras convertirse en uno de los mejores funambulistas del planeta y establecer un récord Guinness al recorrer en Benidorm, en 2010 y sobre una motocicleta, un cable de un kilómetro y medio suspendido a más de 150 metros de altura; Mustafá volvió a entrar en contacto con la realidad de Benposta. Corría el año 2019. «Cuando me di cuenta de que estaba abandonado, me dije: “No puede ser, hay que hacer algo, este lugar nos dio una oportunidad. Tenemos que continuar con la idea del padre Silva”. Mi sueño se convirtió entonces en tratar de recuperar el Circo de los Muchachos».
La empresa, sin embargo, no salió bien. «Abrí el circo y me crecieron los enanos», lamenta. Las hostilidades con algunos de los habitantes de Benposta, que no vieron con buenos ojos el regreso del hijo pródigo; las constantes visitas de los servicios sociales y la policía; y los intereses comerciales que seguía suscitando el recinto; dieron al traste con todo el proyecto.
El poliedro de la vieja ciudad-circo continuaba teniendo demasiadas caras. Pero lejos de rendirse, Mustafá decidió ensayar su enésima pirueta. Compró un terreno situado en Verín, a unos 70 kilómetros de Benposta, y edificó allí, con sus propias manos, un espacio que es, al mismo tiempo, hogar, escuela y homenaje a la memoria: El Circo de los Muchachos de Mustafá. «Yo me considero muchacho porque yo soy del Circo de los Muchachos.
La gente dice: “Los muchachos ya no existen, los muchachos están muertos”, pero no es verdad. Nosotros somos los muchachos porque el padre Silva es el padre de todos», proclama el acróbata, que viene de alzarse, junto a sus muchachos, con el Clown de Plata en el Festival Internacional de Circo de Montecarlo.
Después prosigue: «No descarto construir aquí una nueva Benposta. Yo a estos muchachos ya les estoy dando la oportunidad que me dieron a mí, mi experiencia y un lugar donde practicar. Mi idea es fundar una escuela internacional de circo para chicos y chicas de todo el mundo, abierta a quien lo necesite. Un espacio como el que teníamos en Benposta que lleve el nombre de los muchachos, porque muchachos es una palabra plural».
Los muchachos a los que Mustafá se refiere se encuentran ahora mismo practicando en los diferentes aparatos que pueblan toda la finca, desperdigados en torno a la carpa de circo, el elemento principal. No están todos los que son, pero sí son todos los que están. Está Inés, enfermera y acróbata, pieza angular del nuevo proyecto; está Roy, comandando a los Motoristas del Infierno, procedentes de Colombia; y está Mohamed, el niño prodigio de la nueva generación de equilibristas marroquíes caminando, junto al resto de chicos, sobre el alambre. «Yo no pienso dejarlo. Tengo 47 años pero me siento como Peter Pan. Algunos nos hemos quedado toda la vida siendo muchachos», sentencia de pronto, sin dejar de observar a sus pupilos y antes de estallar en una sonora carcajada, Mustafá Danguir. El niño acróbata de la playa de Tánger. El hijo de Abdul- Salam. El padre de los nuevos muchachos.