A medida que uno se sumerge en el corazón de la Ribeira Sacra, dejando atrás el moderno asfalto gris oscuro, casi negro, que corta Galicia entre provincias, va perdiendo la percepción de eso que llamamos realidad.
El mundo al que estamos acostumbrados se empapa, poco a poco, de un panorama de verdes imposibles, de bosques y cañadas envueltos por la perenne bruma de los ríos, del Sil y del Miño, que se juntan como dos venas azules dotando de sentido a la región y observando, desde abajo, cañones infinitos que se elevan sobre sus aguas, repletos de vides, de relatos, de cuentos de hadas y de monjes.
Historia viva de Galicia desde hace muchos siglos, demasiados. Desde que el hombre es hombre, desde que los romanos llegaron y se fueron. Allí estaba ya el Sil, labrando con paciencia una profunda grieta que conduce hasta el Miño.
Un espacio de paredes improbables en el que los monjes buscaron construir un hogar inverosímil.
Es el caso del monasterio de Santo Estevo de Ribas do Sil, cuyas paredes de piedra se elevan en vertical desde lo hondo del valle salvando un desnivel poco probable -tres pisos desde la entrada al restaurante que descansa, hoy, a los pies del monasterio-, y que se sostiene gracias a un contrafuerte más ancho que un roble centenario.
Todo en Santo Estevo desprende una especie de mística de siglos en la que uno se adentra, como no podía ser de otra manera, desde arriba: desde una carretera estrecha, adoquinada y en pendiente que permite vislumbrar, entre carballos, las tejas restauradas de un recinto cuya mezcla de naturaleza, historia y arquitectura ha sido rescatada para la red nacional de Paradores.
Siglos de historia
La tradición más antigua sitúa la fundación de Santo Estevo en el siglo VI, algo probable si se atiende a que la cristianización de Galicia llegó por la ruta del sur, a través de las calzadas romanas de la Bética a Braga y de esta última a Astorga y Lugo. Por ellas arriba también el primitivo monacato.
No obstante, hay que esperar al siglo X para que arranque la historia documentada, cuando el rey le concede al abad Franquila el territorio abandonado de Santo Estevo para que edifique allí una basílica o monasterio.
Hoy, muchos siglos y ampliaciones después, el recinto recibe al visitante con una mezcla de sentimientos y de estilos. La fachada, barroca, esconde las figuras de San Benito y San Vicente -San Esteban se encuentra en el frente de la Iglesia-, sobre las que se sitúan tres escudos: a la izquierda, el del monasterio con las nueve mitras que recuerdan a nueve obispos que fueron allí a retirarse y fallecer. A la derecha, el de la Congregación de Castilla. Rematando el conjunto, el imperial de Carlos V.
Traspasada la puerta, todo cambia, y Santo Estevo se ofrece al visitante a través de tres claustros que resumen su historia. El primero, el que da la bienvenida, es el de Los Caballeros, de estilo renacentista, terminado por una gran cristalera signo de modernidad y buena hostelería.
Contiguo, en el costado norte, el más antiguo: el claustro de los Obispos, románico, comunicado con la iglesia y articulado a través de irregulares arcos de medio punto con tallas de diversa índole que servían a los monjes para orar. Y un poco más allá, el más pequeño, el claustro del Viveiro, de estilo gótico y al norte de los Obispos.
Visita nocturna
Las historias sacuden cualquiera de los tres claustros, silenciosos durante el día, mudos en el momento de la noche, cuando un antiguo monje ofrece a los huéspedes un viaje hacia el pasado, relatando, de estancia en estancia, de claustro en claustro, los siglos de vida y de leyendas talladas en cada una de las piedras, los susurros del Sil, la llegada de los monjes, el cultivo de esos vinos de Amandi que alcanzaron fama de exquisitos ya en tiempos del Imperio romano.
Un monje capaz de conducir al invitado hacia otra época, a la antigua Roma, a un tiempo de druidas como el que se termina colando en la visita para ofrecer a quien lo desee “un antiguo brebaje” con el que conciliar el sueño entre montañas.
Una queimada en la que el aguardiente arde con el azúcar, el café o los trozos de manzana, y que espanta a los malos espíritus. Al menos, hasta que la noche se despida.