Desde el día en que nacemos estamos en una continua transformación: vamos cambiando el físico, las sensaciones, los pensamientos, las circunstancias, las relaciones, las actividades, las ganas, los gustos… etc.
Sin embargo, no parecemos acostumbrarnos a esto ya que en la mayoría de nosotros cualquier cosa que implique cambiar algo a lo que estábamos acostumbrados o acostumbrándonos, nos llena de ansiedad e incertidumbre.
Por lo que reaccionamos tratando de que el cambio no se produzca, nos enojamos, luchamos para que todo siga igual y nos llenamos de fantasías caóticas acerca de nuestro incierto futuro. En realidad lo que nos provoca miedo es lo «incierto» del futuro, el no saber «qué va a pasar», y esta resistencia al cambio es lo que muchas veces nos trae problemas, no el cambio en sí.
Es bueno saber que cuando se nos cierra una puerta es porque otras se están abriendo, que la situación de cambio se presenta cuando hemos terminado un ciclo de aprendizaje, ya sea en un lugar de trabajo, en una relación de pareja, en mudanzas, en vínculos en general. Es cuando tenemos oportunidades de tomar nuevos caminos, emprender nuevos proyectos y relaciones.
Lo fundamental para tener en claro es que siempre los cambios son buenos, aunque en un principio no lo parezcan, y es muy importante la actitud que tomamos frente a ellos, para que se desarrollen de la mejor manera y podamos aprovechar al máximo las oportunidades que nos ofrecen.
Las crisis que surgen en los momentos de transición podemos vivirlas dramáticamente o como la oportunidad de proyectarnos en un futuro nuevo y mejor. Recordemos que podemos elegir, que lo que hacemos hoy es el resultado de mañana.
Enfrentando los temores, liberándonos de lo viejo, comenzaremos a abrirnos al mundo de infinitas posibilidades que existe para cada uno de nosotros.
Los cambios no nos gustan, los tememos pero no podemos evitar que lleguen. ¿Quién no ha tenido miedo a cambiar de colegio, a cambiarse de ciudad, a cambiar de amigos, a cambiar de trabajo, a cambiar de pareja? ¿ A mudarse a otra vivienda? Todos pasamos por esta fase. Duele crecer y quien diga que no miente.
Un cambio siempre se da para mejorar, ya sea porque no iba bien o porque representará algo positivo que algún día llegará. A ciertas personas les afecta en mayor medida, pues carecen de la fuerza de voluntad para adaptarse a estos nuevos procesos.
Uno mismo sabe levantarse de la cama, sabe comer, sabe decir que no, sabe ir a en bicicleta, y esto es porque un día te enseñaron a realizar todos estos actos, para que el día de mañana los sepas resolver.
¿Qué tienes que cambiar de ciudad? Hazlo, es un nuevo sitio para descubrir. ¿Qué tienes que cambiar de colegio? Y tanto, primero irás a la escuela, luego al instituto y puede que a la universidad, no todos los aprendizajes te los brindará el mismo centro ¿Qué tienes que cambiar de trabajo? Hazlo, conocerás nuevas facetas y formas de desenvolverte. ¿Qué tienes que cambiar de amigos? Siempre habrá alguien que te transmita seguridad. ¿Qué tienes que cambiar de pareja? Nuevos sentimientos conocerás.
A los cambios, no te han enseñado, pero… ¿Te vas a quedar en la cama? Si no te hubieran enseñado a levantarte, ¿Te hubieras quedado en la cama todo el día? Por eso, incorpórate y levántate. Afronta el cambio, ya sea cual sea y experimenta.
Toma de decisiones:
Los cambios en nuestra vida nos obligan la mayoría de las veces a tomar decisiones más o menos relevantes. A veces vamos aplazando estas decisiones por miedo a lo que nos deparen. Este miedo está bien reflejado en el dicho popular “mejor lo malo conocido, que lo bueno por conocer”. La comodidad de lo que ya conocemos nos lleva muchas veces a no dar pasos hacia adelante, incluso aunque lo que tengamos no termine de convencernos o satisfacemos, porque ¿y si lo que viene después es peor?
Estos miedos y anticipaciones son frecuentes cuando nos enfrentamos a una toma de decisiones, pero el hecho es el siguiente: si nunca damos el paso y nos exponemos a lo nuevo, nunca podremos mejorar el momento presente, y no podremos comprobar si realmente nuestros temores eran ciertos.
Toda toma de decisiones supone asumir un riesgo: porque nadie garantiza que la opción tomada sea la mejor a la hora de la práctica y porque siempre puede haber factores externos con los que no contábamos y que pueden escapar a nuestro control. Pero, en nuestras manos también está aprender a gestionarlos y poner en marcha estrategias para darles solución. Realizar una renuncia: porque nos veremos privados de los aspectos positivos de otras opciones, pero también de las consecuencias negativas de esas mismas opciones.
Cómo tomar decisiones racionales
Existen procedimientos para ayudarnos a tomar decisiones de la manera más racional y acertada posible, con el fin de elegir aquella alternativa que maximice las ganancias y minimice las consecuencias negativas, pero nadie nos librará del factor riesgo y de la renuncia. En la toma de decisiones nos ayudará realizar los siguientes pasos:
1. Definir la situación o problema sobre la que hay que decidir.
2. Exponer todas las alternativas posibles (incluso las más sorprendentes) a modo de “lluvia de ideas”. Las claves son la cantidad y la variedad.
3. Posponer inicialmente la valoración y el juicio sobre cada alternativa. Desechar los miedos y prejuicios sobre cada una de ellas con el objetivo de que no sesguen la decisión ni nos disuadan de tomarla.
4. Descartar aquellas opciones inviables.
5. Analizar los pros y los contras de cada una de las alternativas viables, teniendo en cuenta varios aspectos fundamentales:
a) En qué medida resuelve la situación
b) En qué medida me siento bien con esta solución
c) Cuál es el balance de coste/tiempo
d) Cuál es el balance de coste/beneficio.
6. Optar por la decisión que maximice lo positivo y minimice lo negativo y empezar a llevarla a la práctica, anticipando previamente los obstáculos que nos podemos encontrar.